Todo el mundo ha rezado siempre las mismas oraciones, como una letanía que se repite a través de los siglos, y está bien que sea así, pero ¿ alcanza ?

¿ Ortodoxia o heterodoxia ? ¿ O una más la otra ?

Solari Parravicini, el hombre inspirado al que llaman loco ( Oseas 9:7 ) trajo el Mensaje de la necesidad de un nuevo rezo:

” Es la hora de la plegaria sentida, no de la plegaria dicha con masticar de confites, no con la dicha en distracción y apuro. Llegó la hora de la oración sencilla, de la oración surgida desde el profundo pecho en meditación, llegó el instante de hablar con Dios, de hablar con Él, no como con un poderoso Señor, que lo es en verdad, pero que, tratarle debemos como a un amigo viejo, como a un amigo de infancia.
Él lo quiere así, Él nos encarece cariño, amor de hermano.
Él nos pide confidencias íntimas, nos ruega que nos entreguemos a Él. Es llegada la hora de la Oración sencilla, llegada es la hora de hablar con Dios. ¡ Es el perdón ! ”

( Benjamín Solari Parravicini )

Pero este tema ya lo trató en un cuento el gran escritor ruso León Tolstói. Antes de leerlo conozcamos el léxico del pueblo ruso de la época de Tolstói:

Staretzi

Se denominan así en Rusia a los religiosos de avanzada edad. En este caso serían más específicamente eremitas.

Mujik

El término mujik, pronunciada la J como en francés, es decir muzhik (en ruso: мужик, que significa hombre) era empleado para referirse a los campesinos rusos que no poseían propiedades, generalmente antes del año 1917.

Antes de que en 1861 se realizaran las reformas agrarias en Rusia, los muzhíks eran siervos. Después de dichas reformas, a los siervos se les otorgaron parcelas para trabajar la tierra, y se convirtieron en campesinos libres. Estos campesinos fueron conocidos como muzhíks hasta la revolución soviética de 1917.

En general, el muzhik es descrito en la literatura rusa como un ser pobre. En ocasiones se lo presenta como alguien perverso y corrupto.

 

León Tolstói

León Tolstói

 

LOS TRES STARETZI ( También traducido como Los tres eremitas )

Y orando, no habléis inútilmente,
como los paganos, que piensan que
por su parlería serán oídos.
No os hagáis, pues, semejantes
a ellos, porque vuestro Padre
sabe de qué cosas tenéis necesidad,
antes de que vosotros le pidáis.
San Mateo, VI, 7 y 8.

El arzobispo de Arcángel navegaba hacia el monasterio de Solovski. Iban en el buque varios peregrinos que se dirigían al mismo lugar para adorar las sagradas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico, y el barco se deslizaba serenamente. Algunos peregrinos se habían recostado, otros comían; otros, sentados, conversaban en pequeños grupos. El arzobispo subió al puente y comenzó a pasearse. Al acercarse a la proa vio un grupito de pasajeros, y en el centro un mujik que hablaba señalando un punto del horizonte. Los demás le escuchaban con atención. El arzobispo se detuvo y miró en la dirección que señalaba el mujik, pero sólo vio el mar, cuya bruñida superficie resplandecía a la luz del sol. El arzobispo se acercó al corro y prestó atención. El mujik, al verlo, se descubrió y calló. Los demás lo imitaron, descubriéndose respetuosamente.
– No os violentéis, hermanos míos -dijo el prelado-. Yo también quiero oír lo que cuenta el mujik.
– Pues bien -dijo un comerciante, que parecía menos intimidado que los demás componentes del grupo-, nos contaba la historia de los tres staretzi.
– ¡Ah! -dijo el arzobispo-. ¿Y qué historia es ésa? Y acercándose a la borda, se sentó sobre un cajón.
– Habla -agregó, dirigiéndose al campesino-, yo también quiero oírte. ¿Qué señalabas, hijo mío?
-Aquel islote -respondió el campesino, mostrando, a su derecha, un punto del horizonte-. Justamente en ese islote, los tres staretzi trabajan por la salvación de su alma.
– Pero, ¿dónde está el islote?
– Mire usted en la dirección de mi mano. ¿Ve esa nubecilla? Pues bien, algo más bajo, a la izquierda. Esa especie de faja gris.
El arzobispo miraba con atención, pero como el agua centelleaba y él no tenía costumbre, nada alcanzaba a ver.
– Pues no veo nada -dijo-. Mas, ¿quiénes son esos staretzi, y cómo viven?
– Son hombres de Dios -contestó el campesino-. Hace ya mucho que oí hablar de ellos, pero hasta el verano pasado no tuve oportunidad de verlos.
El mujik reanudó su relato. Un día que había salido a pescar, un temporal lo arrastró hasta aquel islote desconocido. Echó a caminar y descubrió una minúscula cabaña, junto a la cual estaba uno de los staretzi. Poco después aparecieron los otros dos. Al ver al campesino, pusieron sus ropas a secar y lo anidaron a reparar su barca.
– ¿Y cómo son? -preguntó el arzobispo.
– Uno de ellos es encorvado, pequeño y muy viejo. Viste una raída sotana, y parece tener más de cien años. Su blanca barba empieza a adquirir una tonalidad verdosa. Es sonriente y apacible como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un andrajoso capote. Su luenga barba gris tiene reflejos amarillos. Es muy vigoroso: puso mi barca boca abajo como si se tratara de una cáscara de nuez, sin darme tiempo a ayudarle. El también parece siempre contento. El tercero es muy alto: su barba es blanca como el plumaje del cisne, y le llega hasta las rodillas. Es un hombre melancólico, de hirsutas cejas, que sólo cubre su desnudez con un trozo de tela hecha de fibras trenzadas, que se sujeta a la cintura.
– ¿Y qué te dijeron? -preguntó el sacerdote.
– ¡Oh! hablaban muy poco, aún entre ellos. Les bastaba una mirada para entenderse. Le pregunté al más anciano si hacía mucho tiempo que vivían allí, y él no sé qué me respondió con tono de fastidio. Pero el más pequeño le tomó la mano, sonriendo, y el alto enmudeció.

“El viejecito dijo solamente:

Haznos el favor…

Y sonrió.”

Mientras hablaba el campesino, el barco se había acercado a un grupo de islas.
-Ahora se divisa perfectamente el islote -observó el comerciante-. Mire usted, Su llustrísima -añadió extendiendo el brazo. El arzobispo vio una faja gris. Era el islote. Permaneció inmóvil un largo rato y, después, pasando de proa a popa, dijo al piloto:
– ¿Qué islote es aquél?
– Uno de tantos. No tiene nombre.
– ¿Es cierto que allí trabajan los staretzi por la salvación de su alma?
– Eso dicen, mas no sé si es cierto. Los pescadores aseguran haberlos visto. Pero a veces se habla por hablar.
– Me gustaría desembarcar en el islote para ver a los staretzi -dijo el arzobispo-. ¿Es posible?
– Con el buque, no -respondió el piloto-. Para eso hay que utilizar el bote, y sólo el capitán puede autorizarnos a lanzarlo al agua.
Se dio aviso al capitán.
– Quiero ver a los staretzi -dijo el arzobispo-. ¿Puede llevarme? El capitán intentó disuadirlo.
– Es fácil -dijo-, pero perderemos mucho tiempo. Y casi me atrevería a decir a Su llustrísima que no vale la pena verlos. He oído decir que esos ancianos son unos necios, que no entienden lo que se les dice y casi no saben hablar.
– Sin embargo, quiero verlos. Pagaré lo que sea. Pero le ruego disponer que me lleven a verlos.
La cosa quedó resuelta. Se realizaron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y el buque enfiló hacia la isla. Colocaron a proa una silla para el arzobispo, quien sentado en ella clavó la mirada en el horizonte. Los pasajeros también se reunie­ron para ver el islote de los staretzi. Los que tenían buena vista divisaban ya las rocas de la isla y mostraban a los demás la diminuta choza. Bien pronto uno de ellos descubrió a los tres staretzi. El capitán trajo un anteojo, miró, y lo pasó al arzobispo. Es cierto -dijo-. A la derecha, junto a un gran peñasco, se ven tres hombres.
El arzobispo enfocó el largavista en la dirección señalada, y vio, efectivamente, tres hombres: uno muy alto, otro más bajo y el tercero muy pequeño. Estaban de pie, junto a la orilla, tomados de la mano.
– Aquí debemos anclar el buque -dijo el capitán al arzobispo-. Su llustrísima debe embarcar en el bote. Nosotros le esperaremos. Echaron el ancla, recogieron las velas y el barco empezó a cabecear. Botaron la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo descendió por la escala.
Sentóse en un banco de popa y los marinos remaron en dirección al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se distinguía perfectamente a los tres staretzi: uno muy alto, casi desnudo, salvo por un trozo de tela ceñido a la cintura y hecho de fibras entrelazadas; otro más bajo, con un capote harapiento, y por último el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Estaban los tres tomados de la mano. Llegó el bote a la orilla, saltó a tierra el arzobispo, y bendiciendo a los staretzi, que se deshacían en reverencias, les habló así:
– He sabido que trabajáis aquí por la eterna salvación de vuestra alma, amados staretzi, y que rezáis a Cristo por el prójimo. Yo, indigno servidor del Altísimo, he sido llamado por su gracia para apacentar sus ovejas. Y puesto que servís al Señor, he querido visitaros para traeros la palabra divina.
Los staretzi callaron, se miraron y sonrieron.
– Decidme cómo servís a Dios -prosiguió el arzobispo.
El staretzi que estaba en el centro suspiró y miró al viejecito.
El staretzi más alto hizo un gesto de fastidio y también se volvió hacia el anciano.
Este sonrió y dijo:
– Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
– Pues entonces -dijo el arzobispo-, ¿cómo rezáis?
– Nuestra oración es ésta: “Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia”.
Sonrió el arzobispo y dijo:
– Evidentemente habéis oído hablar de la Santísima Trinidad, mas no es así como se debe rezar. Os he tomado afecto, venerables staretzi, porque advierto que queréis complacer a Dios. Pero ignoráis cuál es la forma de servirlo. Esa no es la manera de rezar. Oídme, que yo os la enseñaré, Lo que os diré está en las Sagradas Escrituras de Dios, que dicen cómo debemos dirigirnos a Él.
Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a los hombres, y les explicó el misterio de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Después agregó:
– El Hijo de Dios descendió a la tierra para salvar al género humano, y a todos nos enseñó a rezar. Atended y repetid conmigo:
Y el arzobispo empezó: -Padrenuestro…
Y el primer staretzi repitió:
-Padre nuestro…
Y el segundo dijo asimismo: -Padrenuestro…
Y el tercero:
– Padre nuestro…
– Que estás en los Cielos… -prosiguió el arzobispo.
Y los staretzi repitieron:
– Que estás en los Cielos…

Pero el que estaba en el medio se equivocaba y decía una palabra por otra; el más alto no podía seguir porque los bigotes le tapaban la bo­ca, y el viejecito que no tenía dientes, pronunciaba muy mal. El arzobispo recomenzó la oración, y los staretzi volvieron a repetirla. El prelado se sentó en una piedra, y los staretzi hicieron círculo alre­dedor de él, mirándolo fijamente y repitiendo todo lo que decía. Todo el día, hasta la llegada de la noche, el arzobispo luchó con ellos, repitiendo la misma palabra diez, veinte, cien veces, y tras él los staretzi. Se atascaban, él los corregía y vuelta a empezar. El arzobispo no se separó de los staretzi hasta que les hubo enseñado la divina oración. La repitieron con él, y después solos. El staretzi del medio la aprendió antes que los otros, y la dijo él solo. Entonces, el ar­zobispo se la hizo repetir varias veces, y sus compañeros lo imitaron. Empezaba a oscurecer y la luna se levantaba sobre el mar cuando el ar­zobispo se incorporó para volver al buque. Se despidió de los staretzi, quienes lo saludaron inclinándose hasta el suelo. El los hizo incorpo­rarse, los besó a los tres, recomendándoles que rezaran como él les había enseñado. Después se instaló en el banco del bote, que se dirigió hacia el buque.
Mientras bogaban, seguía oyendo a los staretzi que recitaban en alta voz la plegaria del Señor.
Pronto llegó el bote junto al barco. Ya no se oía la voz de los staretzi, pero aún se los veía en la orilla, los tres a la luz de la luna, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a la izquierda. El arzobispo llegó al buque y subió al puente. Levaron anclas, el vien­to hinchó las velas y la nave se puso en marcha, continuando el viaje interrumpido.
El arzobispo se sentó a popa, con la mirada clavada en el islote. Aún se divisaba a los tres staretzi. Después desaparecieron y sólo se vio la isla. Y por último ésta también se desvaneció en lontananza, y quedó el mar solo y cintilante bajo la luna.
Se recogieron los peregrinos y el silencio envolvió el puente. Pero el arzobispo aún no quería dormir. Solo en la popa, contemplaba el mar, en dirección del islote, y pensaba en los buenos staretzi. Recordaba la dicha que habían experimentado al aprender la plegaria, y agradecía a Dios que lo hubiera señalado para ayudar a aquellos santos varones, enseñándoles la palabra divina.
Esto pensaba el arzobispo, con la mirada fija en el mar, cuando vio algo que blanqueaba y fulguraba en la estela luminosa de la luna. Sería una gaviota, o una vela blanca. Miró con mis atención, y se dijo: sin duda es una barca de vela que nos sigue. ¡Pero cuan veloz avanza! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y ahora ya está cerca. Además, no se parece a ninguna de las barcas que yo he visto, y esa vela tam­poco parece una vela.
No obstante, aquello los sigue, y el arzobispo no atina a descubrir qué es. ¿Un buque, un ave, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre. Y además, un hombre no podría caminar sobre el agua.
Levantóse el arzobispo y fue a donde estaba el piloto.
– ¡Mira! -le dijo-. ¿Qué es eso?
Pero en ese instante advierte que son los staretzi que se deslizan sobre el mar y se acercan a la nave. Sus níveas barbas lanzan un intenso resplandor. El piloto deja la barra y grita:
– ¡Señor, los staretzi nos persiguen sobre el mar, y corren por las olas como por el suelo!
Al oír estos gritos, los pasajeros se levantaron y lanzáronse hacia la bor­da. Entonces todos vieron a los staretzi que se deslizaban por el mar, tomados de la mano, y que los de los extremos hacían señas de que el buque se detuviera.
Aún no habían tenido tiempo de detener la marcha, cuando los tres staretzi llegaron junto al barco y, levantando los ojos, dijeron:
– Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos enseñaste. Mientras lo repetíamos lo recordábamos, pero una hora después olvidamos una palabra, y no podemos recitar la plegaria. Enséñanosla otra vez.
El arzobispo se persignó, y dijo inclinándose hacia los staretzi:
– Vuestra oración llegará igualmente al Señor, santos staretzi. No soy yo quien debe enseñaros. ¡Rogad por nosotros, pobres pecadores!
Y el arzobispo los saludó con veneración. Los staretzi permanecieron un instante inmóviles, después se volvieron y se alejaron sobre el mar.
Y hasta el alba se vio un gran resplandor del lado por donde habían desaparecido.

Acerca del autor:

León Tolstoi, un auténtico cristiano de corazón

El conde Lev (o Lyov) Nikoláievich Tolstói (en ruso: Лев Николаевич Толстой), también conocido en español como León Tolstói (Yásnaia Poliana, 28 de agosto del calendario juliano/ 9 de septiembre de 1828 del calendario gregoriano -Astápovo, en la actualidad Lev Tolstói, provincia de Lípetsk, 7 de noviembre del calendario juliano/ 20 de noviembre de 1910 del calendario gregoriano ), fue un novelista ruso, considerado uno de los escritores más importantes de la literatura mundial.​ Sus dos obras más famosas, Guerra y paz y Ana Karenina, están consideradas como la cúspide del realismo ruso, junto a obras de Fiódor Dostoyevski.​

Sus ideas sobre la «no violencia activa», expresadas en libros como El reino de Dios está en vosotros, tuvieron un profundo impacto en grandes personajes como Gandhi y Martin Luther King.

Circunstancialmente ingresó al ejército pero pronto se desencantó:

He adquirido la convicción de que casi todos eran hombres inmorales, malvados, sin carácter, muy inferiores al tipo de personas que yo había conocido en mi vida de bohemia militar. Y estaban felices y contentos, tal y como puede estarlo la gente cuya conciencia no los acusa de nada. ”  Tolstói

Anna Karénina (1877) cuenta las historias paralelas de una mujer atrapada en las convenciones sociales y un terrateniente filósofo, Liovin, que intenta mejorar las vidas de sus siervos (apellido derivado del nombre Liova, el diminutivo de Lev; así es como llamaba en privado a Tolstói su esposa Sofía Behrs).

Guerra y paz es una monumental obra en la que se describen cientos de distintos personajes durante la invasión napoleónica.

Tolstói tuvo una importante influencia en el desarrollo del movimiento anarquista, concretamente, como filósofo de la corriente anarquista cristiana y anarcopacifista.

León Tolstói alcanza el pensamiento cristiano a Ghandi

Entusiasta lector del Ensayo sobre la desobediencia civil del pensador estadounidense Henry David Thoreau, envió a un periódico hindú un escrito titulado Carta a un hindú que desembocó en un breve intercambio epistolar con Mahatma Gandhi, por entonces en Sudáfrica, lo que influyó profundamente el pensamiento de este último en el concepto de resistencia no violenta, un punto central de la visión del cristianismo de Tolstói.

En sus últimos años, tras varias crisis espirituales se convirtió en una persona profundamente religiosa y altruista, rechazó toda su obra literaria anterior y criticó a las instituciones eclesiásticas en Resurrección, lo que provocó su excomunión. Ni siquiera una epístola celebérrima, la que le envió su amigo Iván Turguénev ( otro importante escritor ruso ), en su lecho de muerte para pedirle que regresara a la literatura, hizo que cambiara de opinión.

Tolstói escribe en su postrer libro Últimas palabras (1909) que vivamos según la ley de Cristo: amándonos los unos a los otros, siendo vegetarianos ( esto alcaliniza la sangre, rechazando el cáncer, una pandemia de nuestra época ) y trabajando la tierra con nuestras propias manos.

Tolstói dio origen al denominado Movimiento tolstoyano.

Movimiento tolstoiano y la humildad de un grande

Filosofía, no doctrina: Mucha de esta filosofía está conformada por su estudio del Ministerio de Jesús, particularmente del Sermón del monte y Tolstói se felicita porque grupos de personas estén de acuerdo no sólo en Rusia, sino también en otras partes de Europa, con sus puntos de vista,​ sin embargo, considera un error creer en ello como una doctrina y en él con fe, pidiendo a cada persona escuchar a su conciencia.

Respondiendo a una carta escrita por un seguidor, escribe:

” Hablar de ‘tolstoísmo’, para buscar una guía, para preguntar acerca de mi solución a los problemas, es un gran y grave error. No ha habido, ni hay ninguna “enseñanza” mía. Sólo existe la eterna enseñanza universal de la Verdad, que para mí, para nosotros, está especialmente expresada claramente en el Evangelio … Yo le aconsejé a esta joven a no vivir por mi conciencia, como ella quería, sino por la suya propia. “

Nos aclara y confirma así lo que nos dice la Biblia: Uno solo es el Maestro.

Creencias y prácticas

Los tolstoianos (ruso: Толстовцы, Tolstovtsy) se identifican a sí mismo como cristianos, pero no pertenecientes a una iglesia institucionalizada. Tolstói fue un gran crítico de la iglesia ortodoxa rusa, lo que llevó a la excomunión en 1901.​ En general se tiende a focalizar más en las enseñanzas de Jesús que en sus milagros o aspectos de divinidad.

Llevan una vida sencilla, ascética y simple, vegetariana, no fumadora, sin alcohol y en casos concretos con celibato. Se consideran cristianos pacifistas y abogan por la no resistencia en cualquier circunstancia.

Tolstói entendía que un cristiano estaba definido por el Sermón del Monte, resumido en cinco proposiciones simples:

Amar a tus enemigos
No cultivar el enfado
No luchar contra el mal con mal, sino devolver mal con bien (poner la otra mejilla)
Evitar la lujuria
No realizar juramentos

No apoya ni participa en gobiernos, a los que considera inmorales, violentos y corruptos. Rechazaba el estado (ya que existe sobre la base de la fuerza física contra las personas) y las instituciones que derivan de él (policía, leyes, jueces y fuerza militar), de forma que aparece como lo que hoy se llama cristiano anarquista.​ Históricamente, las ideas de Tolstói han tenido influencia en el pensamiento anarquista, especialmente en el anarquismo pacifista.

Tras ver la contradicción de su vivir cotidiano con su ideología, Tolstói decidió dejar los lujos y mezclarse con los campesinos de Yásnaia Poliana, donde él se crió y vivió. No obstante, no obligó a su familia a que lo siguiese y continuó viviendo junto a ellos en una gran parcela, lugar al cual con frecuencia sólo llegaba a dormir, gastando la mayor parte del día en el oficio de zapatero. Fundó en la aldea una escuela para los hijos de los campesinos y se hizo su profesor, autor y editor de los libros de texto que estudiaban. Impartía módulos de gimnasia y prefería el jardín para dar clases. Creó para ello una pedagogía particular cuyos principios instruían en el respeto a ellos mismos y a sus semejantes.

Tolstói había intentado renunciar a sus propiedades en favor de los pobres, aunque su familia, en especial su esposa, Sofía Behrs, lo impidió. Este fue uno de los motivos de por qué Tolstói había decidido abandonar su hogar, falleciendo a los 82 años.

Entre sus últimas palabras se oyeron estas que muestran, como ninguna de las muchas maravillosas que pronunció o escribió, la excelsitud de su alma:

Hay sobre la tierra millones de hombres que sufren: ¿por qué estáis al cuidado de mí solo?  ” León Tolstói

El amor del Pueblo ( viva el populismo ): vox populi, vox Dei

La policía restringió el acceso a su funeral, pero miles de personas se unieron a la procesión; muchos de ellas, sin saber acerca de los logros como autor que Tolstói había alcanzado.

Fuentes. León Tolstoi, Wikipedia

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